¿Son inteligencia y felicidad incompatibles entre sí? Bueno, más que incompatibles, podríamos decir que son un par de hermanos peleados que se aproximan para reconciliarse pero que en cuanto intercambian dos palabras se distancian aún más, hasta el próximo intento. Pero centrémonos para comenzar en el mundo adulto.
Si entendemos por inteligencia la capacidad o aptitud del ser humano para resolver problemas nuevos y para adaptarse al medio que le rodea, podríamos concluir, simplificando, que inteligencia es capacidad de reflexionar y llegar a conclusiones y obtener soluciones. Así, el inteligente, como ser reflexivo se plantea dilemas, cuestiones y emite juicios. Y cuanto más inteligente es, más cuestiones se plantea (quiere extender su saber y comprensión a todos los aspectos, le rodeen o no) y cuanto más cuestiones se plantea más cosas “feas” conoce (injusticias, mezquindades, problemas y más problemas sin solución: en la sociedad, en la política, en la vida,…). Y así las cosas, y si concebimos la felicidad como estado de ánimo al que aspirar (con múltiples manifestaciones, y muchas más para un ser reflexivo, véase como tranquilidad, paz, realización, etc.), podemos darnos cuenta fácilmente de por qué una persona inteligente tiene más problemas para ser feliz: tantos condicionantes y tantos parámetros decisorios acaban por sesgar negativamente el concepto de felicidad, de forma que es reformulado hacia lo inalcanzable y por ende, se auto minimiza la capacidad del inteligente para alcanzarla. El inteligente será más tiempo infeliz, se sentirá en más ocasiones frustrado que feliz. Y si encima no encuentra con quién compartir sus dilemas (la gente que le rodea sencillamente no se los plantea), mal va. La cuestión es que la felicidad es un concepto total y absolutamente relativo y aunque ni tan siquiera los menos inteligentes la alcanzan siempre y por siempre, eso es algo que al inteligente no le ayuda.
Y ahora, reconduciéndolo al ámbito infantil, imaginemos: si esto es complicado para un adulto inteligente, qué no va a suponer para un niño inteligente, que aún no tiene conciencia clara de sí mismo, de lo que es. Un ser cuya personalidad aun está por ser (auto)moldeada pero con una curiosidad y capacidades infinitas.
Podría pensarse que los niños superdotados, o lo que es lo mismo con altas capacidades intelectuales para aprender, comprender, investigar, con una enorme creatividad y/o aptitudes para las ciencias o el arte u otras materias, sería el candidato perfecto a obtener buenas notas y a tener éxito en la sociedad. Sin embargo, y ciñéndonos exclusivamente a España, estudios recientes demuestran, por ejemplo, que el 68% de los niños superdotados fracasa en la escuela. No supera sus exámenes. Los superdotados supondrían el 2% de la población española, y ni que decir tiene que no todos ellos están, digamos, identificados para bien, aunque sí que pueden estar marcados para mal (aspecto que se entenderá más adelante) pues nunca nadie se ocupó de prestarles la debida atención por puro desconocimiento y ellos mismos tuvieron que luchar mucho para llegar a comprenderse.
Hasta ahí las estadísticas más directas, pero detrás de ello se esconden otro tipo de problemas de integración y desarrollo personal que no son menos importantes y de los cuales se tiene un conocimiento más difuso (en lo que a las estadísticas se refiere). Y es que el niño superdotado encuentra una dificultad añadida para enfrentarse a las situaciones de la vida, para superar esa conciencia de bicho raro y diferente a los demás, para conseguir la aceptación de sus iguales, para obtener la atención merecida de sus padres, que pudieran suponer que como niños especialmente dotados no necesitan ayuda y son autosuficientes.
Según los psicólogos, la falta de integración se produce como consecuencia de su diferente edad mental y en por tanto, de sus distintos intereses. Estos aspectos provocan el rechazo, quizá inconsciente, de los que le rodean y acaban limando la autoestima del niño, lo que puede conllevar múltiples problemas añadidos, como la hiperactividad, la anorexia, la bulimia, la depresión, etc. Ahí es nada.
Y todo por qué, ¿porque a nadie se le ha ocurrido realizar una simple prueba o test? ¿Se pueden detectar estas aptitudes con antelación suficiente? Pues parece ser que sí, que un test adecuado nos dará la clave (precedido probablemente de la intuición de los padres). El quid está en detectarlo a tiempo, pero la preparación del sistema educativo y de los centros escolares es igualmente fundamental. Así, como siempre, la responsabilidad se reparte entre padres, profesores y Administraciones públicas. Los primeros, son los que antes se dan cuenta de las diferentes aptitudes de sus hijos y los que deben comenzar a moverse, los segundos son los que tienen que contribuir a detectar exactamente cuales y ayudar a potenciarlas y los terceros tendrán que proveer de recursos de todo tipo a ambos para cerrar el círculo.
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